A menudo creemos que comunicarnos consiste únicamente en elegir bien las palabras. Que basta con decir lo correcto o con tener buenos argumentos. Pero la verdad es que la forma en que hablamos también deja huella. Porque no solo comunicamos con lo que decimos, sino con cómo lo decimos.
El tono de voz, la velocidad, los silencios que dejamos, o no dejamos, hablan tanto como el contenido. A veces, incluso más.
Una palabra dicha con ternura puede abrir una puerta. La misma palabra dicha con dureza puede cerrarla para siempre.
Quien habla despacio, dejando espacio al otro, genera confianza. Quien escucha con atención, sin interrumpir, ofrece refugio. En cambio, quien atropella, quien no mira a los ojos, quien responde desde la prisa, puede hacer que el otro se sienta invisible.
La frase central de esta reflexión lo resume así:
“Porque no es solo lo que decimos, es cómo lo decimos lo que deja huella.”
Piensa en tus últimas conversaciones. ¿Desde dónde hablaste? ¿Desde el corazón o desde la costumbre? ¿Desde el deseo de conectar o desde la necesidad de tener razón?
Puedes escribir en tu diario sobre una charla reciente que te marcó, para bien o para mal. ¿Qué hizo que esa conversación dejara huella? ¿Fue el contenido… o fue el tono, la pausa, la mirada?
A veces, cambiar el cómo hablamos transforma completamente lo que comunicamos. Porque en la forma también se esconde el cuidado.
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