Desde pequeños nos enseñan que soñar es bonito, pero poco práctico. Que hay que tener los pies en la tierra, que soñar demasiado puede ser peligroso. Y aunque crecer nos obliga a asumir responsabilidades, muchas veces también nos lleva a apagar esa parte de nosotros que soñaba sin miedo.
Pero soñar no es evadir la realidad. A veces, es la forma más poderosa de resistirla. Cuando dejas de soñar, no solo dejas de tener metas, de proyectarte o imaginar posibilidades. También se apaga una chispa interna que da sentido a los días, incluso cuando todo parece incierto.
Soñar es recordar quién eres. Es mantener encendida una ilusión que te conecta con tu propósito, que te impulsa a avanzar incluso cuando no tienes claro el camino. No se trata de construir castillos en el aire, sino de permitirte desear algo más, de darte permiso para imaginar un futuro que todavía no existe.
La frase central de esta reflexión lo resume así:
“Cuando dejes de soñar, dejarás de vivir.”
¿Y tú? ¿Hay algún sueño que dejaste atrás, que aún te llama en silencio? ¿Te atreverías a volver a imaginarlo?
Te invito a escribir hoy sobre ese sueño que alguna vez tuviste. ¿Qué significaba para ti? ¿Por qué lo soltaste? Y si aún vive en ti, ¿qué podrías hacer para acercarte, aunque solo sea un paso?
Soñar no es ingenuidad. Es valentía.
