A veces el corazón, cansado de romperse, decide apagarse un poco. No para dejar de latir, sino para dejar de sentir. Como quien, tras un accidente, evita volver a conducir. No por falta de ganas, sino por miedo.
Y así aprendemos a protegernos.
Cerramos la puerta.
Ponemos distancia.
Evitamos ilusionarnos demasiado.
Y no es que no sepamos amar.
Es que el miedo a volver a sufrir pesa más que el deseo de volver a sentir.
La frase que acompaña esta reflexión podría ser:
“Congelar el corazón puede evitar el dolor, pero también impide el calor de la ternura.”
Imagina por un momento que tu corazón pudiera hablar.
¿Te contaría todo lo que ha callado para no volverse a romper?
Tal vez sí. Tal vez te diría que se cansó de esperar, de entregar sin recibir, de abrirse sin ser comprendido. Tal vez te contaría que se cerró no por frialdad, sino por supervivencia. Y que aún así… sigue deseando volver a sentir.
Puedes escribir en tu diario sobre una etapa en la que te protegiste tanto que te alejaste de lo que te hacía bien. ¿Qué te llevó hasta ahí? ¿Qué parte de ti sigue queriendo confiar, aunque le cueste?
No hace falta forzarse a abrirse de nuevo. A veces, basta con reconocer que seguimos aquí. Que, a pesar del miedo, todavía hay algo dentro que se conmueve.
Y eso, ya es un comienzo.
