Escribir para no perderme: cómo la escritura reflexiva me ayudó a volver a mí

Durante muchos años, escribir no fue algo que formara parte de mi vida. Más allá de lo necesario para el trabajo o para resolver alguna gestión puntual, no tenía ninguna relación con las palabras. Las usaba lo justo para sobrevivir: responder correos, firmar papeles, dejar notas en la nevera o para recordarme algo, y es que un servidor es bastante despistado. Nada más que eso, si alguien me decía que escribía un diario pensaba que eso no era para mí.

No es que lo rechazara… pero no lo entendía.

Hasta que un día, sin esperarlo, algo dentro de mí empezó a cambiar.

No fue un gran drama, ni una desgracia visible, en realidad no pasó nada, fue más bien una acumulación de pequeñas cosas que, juntas, pesan más que una sola grande. Rutinas que ya no ilusionan, relaciones que se enfrían, silencios que se hacen largos… y una especie de niebla que se cuela en todo.

Ese momento que a veces llega cuando uno anda por la mitad de la vida, cuando lo de fuera parece estable, pero lo de dentro empieza a tambalearse.

Ahí apareció la escritura.

No como una solución mágica, sino como un intento, como quien busca un poco de aire en una habitación cerrada. Alguien no recuerdo quién escribió que dar las gracias por escrito podía ayudarte a estar mejor, y así, sin más pretensión que esa, empecé a escribir.

Escribir para no perderme cómo la escritura reflexiva me ayudó a volver a mí

El primer gesto: dar las gracias

Mis primeras líneas no fueron grandes pensamientos ni confesiones profundas. Fueron frases cortas, simples, casi inocentes: «Gracias por la comida de hoy», «Gracias por el paseo con mi perro», «Gracias por esa conversación inesperada con un amigo». Incluso llegué a escribir algo como «Gracias porque al que iba pegado detrás de mí en el coche y me ha pitado, se le ha pinchado una rueda a los doscientos metros». Aunque bueno… eso no suena muy espiritual, ¿no? Jeje.

A veces era solo eso: una lista rápida antes de dormir.

Nada literario. Nada planeado.

Pero algo empezó a moverse.

Es curioso cómo algo tan pequeño puede empezar a abrir espacio dentro de uno, porque cuando agradeces, aunque sea por cosas mínimas, estás reconociendo que hay algo que merece la pena. Y eso, en medio de una vida que se siente vacía o mecánica, es casi un acto de rebelión.

Con el tiempo, estas notas de gratitud se volvieron más sinceras, más espontáneas. Empecé a escribir sin pensar tanto. A dejar que saliera lo que tuviera que salir. A veces humor, otras veces cansancio, enfado, ternura.

Lo importante no era lo que escribía, sino que estaba escribiendo, que me estaba escuchando.

Y eso ya era algo nuevo.

De listar a mirar hacia dentro

Al principio era solo eso: anotar cosas buenas del día, detalles bonitos, momentos agradables. Pero sin darme cuenta, algo fue cambiando. Un día no escribí solo que me había gustado una conversación, sino por qué. Otro día, en vez de anotar una comida rica, conté cómo me sentí al cocinarla. Y ahí empezó todo.

Pasé de hacer una lista a hacerme preguntas.
Y, con esas preguntas, se abrió una puerta.

Empecé a escribir sobre lo que había hecho, sí, pero también sobre cómo me sentía al hacerlo. Sobre lo que pensaba antes de reaccionar de una forma, sobre lo que me dolía, sobre lo que evitaba. Me di cuenta de que escribir no era solo dejar constancia de lo vivido, sino también empezar a ver con más claridad lo que estaba pasando dentro de mí.

No siempre era agradable, a veces dolía, o incomodaba, pero había algo reparador en decir la verdad sin tener que explicársela a nadie. Solo con escribirla, sin filtros, ya se aligeraba un poco.

La libreta se volvió mi espejo.
Y ese espejo me mostraba no solo quién era… sino también en quién podía convertirme.

Descubrir(se) a través de las palabras

A medida que escribía, empecé a notar cosas que antes me pasaban desapercibidas. Gestos que repetía sin darme cuenta, frases que decía para no decir lo que realmente quería, emociones que disfrazaba por miedo a sentirlas de verdad.

No fue un proceso rápido, ni lineal, pero cada vez que escribía, aunque fuera solo un párrafo, era como quitar una capa. No para llegar a una versión perfecta de mí, sino para entender de dónde venía lo que sentía, lo que me bloqueaba, lo que me impulsaba.

A veces bastaba con nombrar algo para que perdiera fuerza.

La escritura me ayudó a ver patrones: qué cosas me hacían sentir en paz, qué situaciones me apagaban, qué relaciones me vaciaban y cuáles me devolvían la energía. No desde el juicio, sino desde la observación. Como quien por fin se sienta a escuchar lo que lleva años queriendo decirse.

No necesitaba respuestas exactas. Solo necesitaba escuchar.

Y escribir era mi forma de hacerlo.

Cartas que no se envían, pero sanan

Hubo un momento en que el diario se me quedó pequeño, no por falta de espacio, sino porque algunas emociones necesitaban otro formato, y así empecé a escribir cartas.

Cartas a personas concretas: amigos, parejas, familiares, jefes, incluso a quienes ya no estaban. No envié ninguna, pero hacía falta. Lo importante no era que las leyeran, sino que yo pudiera decir, por fin, lo que nunca me había atrevido a decir.

Al principio dolía, escribir esas cartas era remover heridas que creía cerradas, pero poco a poco entendí que lo que estaba haciendo era soltar, poner en palabras lo que me había quedado atragantado durante años, y algo se aliviaba.

A veces escribía con rabia, otras con tristeza, otras con una ternura que me sorprendía.

Me puse una norma: cada carta debía escribirse como si fuera la última vez que pudiera hablar con esa persona. Sin adornos, sin necesidad de tener razón, sin esperar respuesta. Solo mi verdad. Y en esa verdad, cabía el dolor, pero también el agradecimiento.

Porque incluso quienes nos hirieron dejaron algo que contar, de todo se aprende, vamos.

Esas cartas me enseñaron que a veces no necesitamos que el otro escuche, solo necesitamos dejar de callar.

No se trata de escribir bonito, sino de escribir real

Durante mucho tiempo creí que para escribir había que saber hacerlo, que hacía falta una técnica, un estilo, algo que “quedara bien”. Pero cuando empecé este camino, entendí algo muy distinto: que la escritura reflexiva no busca belleza, busca verdad.

Y la verdad, a veces, es torpe.
A veces no tiene comas, ni puntos.
A veces se contradice.

Y está bien.

Porque no estás escribiendo para un jurado, ni para una editorial, ni para recibir aplausos, estás escribiendo para ti, para encontrarte., para entenderte, para no dejarte solo.

Aprendí que lo importante no era cómo sonaban mis frases, sino cómo me hacían sentir. Que una línea sincera escrita a las tres de la mañana podía tener más poder que un poema perfecto. Que escribir sin filtros, sin miedo al error, era en sí mismo un acto de libertad.

Escribir real, aunque duela.
Escribir real, aunque dé vergüenza.
Escribir real, porque ahí es donde empieza la transformación.

Esto no quitaba que no podamos mejorar nuestra forma de escribir, para ayudar a otros o inspirarlos, pero la base, mi base, era simplemente soltar y darme cuenta de cosas que habían pasado desapercibidas gran parte de mi vida.

Una herramienta sencilla para una vida más llena

No voy a decir que escribir me curó, pero sí puedo decir, con total certeza, que me mantuvo a flote. Que me acompañó cuando no sabía a quién contarle lo que sentía. Que me permitió ordenar el caos y, a veces, simplemente dejarlo estar.

La escritura reflexiva no me dio respuestas inmediatas, ni soluciones mágicas, pero me devolvió algo que había perdido sin darme cuenta: claridad. La capacidad de ver con más nitidez lo que me pasaba, de reconocer cuándo estaba actuando desde el miedo, cuándo desde el deseo, cuándo desde el cansancio.

Y eso cambió muchas cosas.

Porque cuando te conoces mejor, decides mejor, cuidas mejor, vives con más intención.

No hace falta tener grandes planes para empezar, ni escribir cada día, ni seguir un método exacto. Solo hace falta detenerse un momento, abrir una libreta o una nota en el móvil, da igual, y preguntarse: ¿cómo estoy hoy?

Y dejar que salga lo que tenga que salir.

A veces será una frase. A veces una tormenta.
Pero siempre, siempre, será un paso hacia ti.

Por qué comparto esto contigo

No escribo esto para darte una lección. Ni para decirte qué deberías hacer con tu vida.
Lo escribo porque a mí me sirvió.
Y porque tal vez, solo tal vez, a ti también te pueda servir.

No tengo un título en psicología ni un manual infalible, solo tengo la experiencia de alguien que, en medio de un momento gris, descubrió que escribir era mucho más que juntar palabras: era una forma de volver a casa.

Por eso creé Letras del Camino, porque sé que no soy el único que se ha sentido perdido, anestesiado o desconectado. Porque sé que a veces basta con leer que a otro le pasó algo parecido para sentir un poco de alivio. Un poco de compañía.

Y porque creo de verdad que, cuando una herramienta sencilla cambia tu vida, compartirla deja de ser una opción: se vuelve un acto de cuidado.

Este espacio no es para expertos, es para personas reales, con emociones reales. Para quienes buscan algo más profundo que likes o frases motivadoras.

Es para quienes, como yo, un día decidieron sentarse a escribir… y descubrieron que no estaban tan solos como pensaban.

Una invitación: escribe

No necesitas estar en crisis para empezar. Tampoco necesitas saber escribir “bien”. Solo necesitas algo de tiempo, algo de silencio, y un poco de valor para mirar hacia dentro.

No se trata de escribir todos los días, ni de llenar páginas enteras. Se trata de probar. De darte el permiso. De dejar que la escritura sea lo que necesites que sea: desahogo, claridad, compañía, verdad.

Si no sabes por dónde empezar, aquí tienes algunas preguntas que a mí me ayudaron mucho al principio:

  • ¿Qué he sentido hoy que no he querido mirar?
  • ¿Qué momento del día me hizo sonreír sin darme cuenta?
  • ¿Qué necesito decir y todavía no he dicho?
  • ¿Qué parte de mí pide atención?

O simplemente escribe: “Hoy me siento…” y deja que la frase te lleve.

Empieza como puedas, sin juicio, sin exigencias. Solo tú y tus palabras.
Y si algún día te animas a compartir lo que surge, aquí estaré, al otro lado.

Porque escribir no lo resuelve todo,
pero sí puede abrir un camino.
Y ese camino, aunque sea lento, siempre lleva a ti.


Un regalo para ti

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