Nunca pensé que escribir fuera algo especial, durante muchos años escribir no formó parte de mi vida. Más allá de correos y notas sueltas, no tenía un vínculo real con las palabras. Hasta que, hace poco, algo cambió: empecé probando con un simple diario de gratitud tres cosas cada noche y ahí se abrió una puerta.
A medida que escribía entendí una cosa, que en esas frases torpes había más de mí de lo que pensaba. Que escribir no era para los demás, era para entenderme y acompañarme a mi mismo. Para no callar lo que no me atrevía a decir en voz alta.
Ahora tengo ya cientos de paginas escritas, las cuales me gusta releer de vez en cuando.

El refugio de cada día
Desde hace unos meses, al apagar el ordenador me siento en el escritorio con un cuaderno. Casi siempre es antes de cenar. Con unos minutos basta para abrir ese espacio donde puedo estar conmigo sin que nada me apure. No siempre escribo mucho, a veces apenas tres líneas. Pero ahí encuentro refugio.
Cada persona tiene su momento. Y cada momento encuentra su refugio.
Escribir, en esos momentos, es como cerrar una puerta y quedarme dentro. Afuera todo sigue igual: notificaciones pendientes, conversaciones rápidas. Pero en la hoja hay silencio. Y en ese silencio aparece algo de mí que en el ruido no se escucha.
Me da calma sobre todo en los días más estresantes, cuando la cabeza no para aunque ya haya apagado el ordenador. Entonces dejo que caigan frases sueltas. A veces ni siquiera tienen sentido, pero con eso es suficiente, la velocidad baja y el cuerpo se afloja un poco.
No escribo para que quede bonito. Escribo para poder respirar y desahogarme.
Un relato de vida
Un diario nunca es solo un cuaderno, es memoria. Fragmentos de días que parecían cualquiera y que, al volver a leerlos, se perciben de otra manera.
Yo lo noto cada vez que abro uno viejo. Encuentro páginas llenas de quejas, de dudas, de cosas que en su momento me parecían insoportables. Y me sorprende que ahora apenas duelan, lo que un día me robó el sueño, hoy cabe en unas pocas líneas que ya no pesan igual, aunque solo haga unos meses e incluso días de ello, y eso, te hace pensar.
A veces abro al azar, leo una frase, un párrafo, y me descubro distinto. Reacciones que antes me desbordaban, hoy las miro con calma. Es como si el papel me recordara: sobreviviste, y volverás a hacerlo.
No escribo para dejar herencia. Pero sé que lo que anoto son huellas, huellas mías., y al releerlas, aunque nadie más lo haga, hace que me conozca mejor.
Confianza y resiliencia
Un diario también es prueba de que hemos aguantado, de que seguimos aquí. Cada página lo dice a su manera: el cansancio, la rabia, el miedo. Y también que, a pesar de todo, no nos quedamos quietos.
Cuando vuelvo a leerme, descubro cosas que en su momento no veía. Me impresiona darme cuenta de que estuve ahí, en sitios complicados, con la sensación de que no iba a poder… y aun así lo atravesé.
Me pasa sobre todo cuando escribo sobre eventos pasados. Es una de mis prácticas favoritas: volver a lo que ya ocurrió y ponerlo en palabras. Eso me ayuda a ver lo que uno aguanta, el esfuerzo que pone por mejorar, aunque en el momento no lo note. Esa mirada hacia atrás, aunque nadie la aplauda, me siembra confianza.
No fue de golpe, ni mucho menos. No puedo decir que escribir me diera seguridad de un día para otro, pero sí me ayudó a mirar los tropiezos. Había patrones que se repetían, maneras de reaccionar que me llevaban al mismo sitio. Al verlas en papel ya no podía ignorarlas. Poco a poco empecé a nombrarlas, a entenderlas y a cambiarlas, aunque fuese un poco. Esa claridad fue como un respiro, y en ese respiro apareció fuerza.
También suelo apuntar logros pequeños, muy pequeños: terminar algo pendiente, atreverme a decir lo que pienso sin disfrazarlo, incluso tener un día en el que todo pesa menos. No son grandes hitos, pero al releerlos me doy cuenta de que también cuentan. En momentos de duda, esas notas me sirven de mucha ayuda.
Escribir me recuerda que la fragilidad no quita fuerza. Que resistir, a veces, no es triunfar ni ganar nada, es simplemente seguir. Y eso, aunque parezca poco, ya es mucho.
Dormir con la mente más ligera
La noche tiene algo extraño. Afuera todo se apaga, pero adentro la cabeza enciende luces que no pedimos. Aparecen las tareas sin terminar, lo pendiente, lo que duele un poco más cuando apoyamos la cara en la almohada.
Para mucha gente escribir antes de dormir es una manera de soltar ese ruido. Dejarlo en el papel para que no siga dando vueltas mientras intentamos descansar.
Yo no he tenido problemas serios de sueño, siempre he dormido bien, casi sin pensarlo. Pero conozco gente cercana que no. Y para ellas, anotar tres frases antes de cerrar los ojos hace diferencia. Es como un cierre del día, lo que queda escrito ya no molesta tanto en la cabeza.
Puede ser sencillo, tres frases, nada más. Algo que preocupa, algo por lo que dar las gracias, o una lista mínima de lo que prefieres dejar para mañana. No se trata de escribir un capítulo, basta con abrir una rendija para que el descanso entre más limpio.
La ciencia también habla de esto, aunque yo me quedo más con lo vivido. Estudios dicen que escribir tareas antes de dormir acorta el tiempo para conciliar el sueño. Pero más allá de eso, el gesto es lo que importa: soltar lo que sobra, aunque sea un poco, para dormir más ligero.
Cuidar la memoria y la atención
Escribir no solo deja constancia, también refuerza lo vivido. Cuando anotamos algo, ese recuerdo se fija de otra manera, como si tuviera una segunda capa. Lo que pasa por las palabras se guarda distinto. Porque escribir nos obliga a parar un momento, a ordenar lo que de otro modo se perdería entre tantas cosas.
Siempre he pensado que lo que se escribe se vive dos veces. Y lo noto. La memoria nunca ha sido mi punto fuerte, pero gracias a los cuadernos conservo momentos que de otra forma se habrían borrado. No sé si es por el journaling, por los ejercicios de respiración que practico a ratos, o por la mezcla de ambas cosas. Lo cierto es que cuando escribo, mi atención se afina, como si la mirada se volviera más clara.
Un ejercicio sencillo es elegir al final del día un instante que quieras guardar. Una conversación, un paseo, un gesto pequeño. Al escribirlo no solo lo recuerdas, también lo revives. Y esa repetición lo hace más aun mas vivo.
La ciencia tiene su explicación: estudios dicen que escribir de manera regular mejora la memoria de trabajo, incluso la comprensión lectora y matemática. Aun así, lo que más me importa no es la teoría, es lo que siento al hacerlo. Que escribir no solo es emoción. También es un ejercicio de memoria, de atención, de vida.
Creatividad en movimiento
La creatividad rara vez aparece cuando la llamamos, casi siempre llega en los momentos menos pensados. Y escribir sin filtro es una forma de abrirle la puerta. Cuando lo hacemos sin corregir, sin juzgar, la página se convierte en chispa. Una chispa que enciende conexiones que antes estaban dormidas.
A mí me pasa mucho. He tenido ideas importantes escribiendo, tanto para lo personal como para lo profesional, aunque, si soy sincero, la mayoría de intuiciones claras me aparecen caminando, cuando el cuerpo se mueve y la cabeza se despeja. Pero anotarlas en el cuaderno me ha salvado de perderlas. Y no solo eso: al escribirlas, a menudo aparecen otras nuevas o las que parecían vagas toman forma. El cuaderno se convierte en un espacio de exploración. Lo que antes era humo empieza a tener cuerpo.
Un ejercicio que se suele recomendar aunque yo no lo practico mucho es el morning pages. Escribir tres páginas seguidas nada más despertar. No tienen que tener sentido, lo importante es dejar que salga lo que haya dentro. Y muchas veces, entre frases sin rumbo, aparece algo nítido: una imagen, una idea, incluso una solución.
La relación entre escritura y creatividad también se ha investigado. Se dice que la práctica constante ayuda a entrar en estado de flujo, ese momento en el que las ideas se encadenan solas, como si solo estuvieran esperando que les dieras un cauce.
Mindfulness en cada página
En un mundo que empuja a correr, escribir se siente casi como un acto de rebeldía. No es solo dejar constancia de lo que pasa, es estar ahí mientras lo hacemos. Sentarse con el cuaderno puede ser una forma sencilla de atención plena: un paréntesis en el que dejamos de reaccionar a lo externo y nos quedamos un momento con lo que sentimos aquí y ahora.
Cuando escribo noto cosas que, de otro modo, pasarían de largo. Un gesto, un ruido, una emoción pequeña. Durante esos minutos mi atención no salta de un lado a otro. No miro notificaciones, no pienso en lo que viene después, estoy simplemente ahí, con la pluma en la mano, escuchando lo que se mueve dentro. Esa presencia rara vez aparece en otras partes de mi día.
Un ejercicio sencillo es el diario de gratitud. Al terminar la jornada, anotar tres cosas por las que me sienta agradecido. Pueden ser mínimas: una comida sencilla, la calma de un paseo, una palabra amable. Yo lo suelo aplicar, cuando termino de escribir siempre intento dar las gracias por algo. Nombrarlas cambia la forma en que miro el día. Le da otro color.
Las similitudes con la meditación son evidentes. Ambas prácticas invitan a observar sin juzgar, aceptar lo que aparece y sostener la atención en el momento presente. Escribir, de alguna manera, es una forma de meditar sin llamarlo meditación.
Mejorar la comunicación
Escribir también entrena la palabra. Muchas veces me ha servido anotar una conversación antes de tenerla, escribir lo que quiero decirle a alguien o cómo explicaría una idea que me ronda. Al hacerlo noto que las frases se ordenan solas, que los rodeos desaparecen, que lo que quiero expresar se vuelve más claro.
La reflexión viene de ahí. Cuando escribimos, aprendemos a hablar con más precisión. Porque al poner las palabras en un papel nos enfrentamos a ellas, vemos si dicen lo que sentimos o si se quedan cortas. Esa distancia que da la escritura permite suavizar, corregir, encontrar la forma más honesta de decir algo sin perder su fuerza.
Un ejemplo sencillo: antes de una conversación difícil, escribirla entera en el cuaderno. No importa si luego digo lo mismo o no. Lo importante es que en ese ensayo previo descubro qué quiero transmitir y cómo hacerlo sin quedarme atrapado en la tensión del momento.
También se ha estudiado. Practicar con palabras escritas mejora la fluidez verbal y ayuda a organizar ideas en la mente. Al final, cada vez que escribimos es como si habláramos con nosotros mismos. Y de ahí nacen luego palabras más claras hacia los demás.
Ah, y como extra, escribir lo que quieres decir, muchas veces, te ayuda a darte cuenta de cosas que no comprendías, ya sea de los demás, o de ti mismo.
Gestión del estrés y las emociones
El diario puede ser un lugar donde soltar lo que pesa. No para resolverlo todo en el momento, sino para abrir una salida antes de que se acumule demasiado. El papel recibe lo que no sabemos a quién contar, lo que preferimos no decir en voz alta. Y con solo nombrarlo, ya aparece un poco de alivio.
A mí me pasa mucho. Cuando escribo sobre lo que siento, me ordeno por dentro, el problema sigue ahí, pero el estrés baja. Lo que era una masa confusa se convierte en frases concretas. Y al ponerle palabras, ya no aprieta igual. Nombrar miedos y tristezas, sin adornos, es una manera de quitarles parte de la fuerza.
Un ejercicio que me funciona es escribir justo cuando algo me afecta. En vez de callarlo o dejar que dé vueltas en la cabeza, abrir el cuaderno y soltarlo ahí, aunque sea en frases cortas. Escribir “hoy me siento…” y continuar sin pensarlo demasiado. Muchas veces, después de unas líneas, noto que la emoción ya no pesa tanto.
También lo dicen los estudios, aunque yo lo creo por experiencia. Quienes escriben sobre lo que les duele suelen reducir la ansiedad e incluso mejorar físicamente. El diario no borra el dolor. Pero sí ofrece un espacio seguro donde sostenerlo.
Mayor autoconciencia
Un diario no solo guarda recuerdos, también muestra patrones. Cuando escribimos con cierta constancia, empiezan a repetirse palabras, emociones, temas que quizá no habíamos notado. El cuaderno se convierte en un espejo, y en él aparece lo que antes estaba escondido.
A mí me pasa tanto al escribir como al releer. De pronto descubro que llevo semanas girando alrededor de la misma idea, de la misma preocupación. Eso me hace más consciente de lo que de verdad me ocupa por dentro, aunque en la vida diaria lo disimule. Y a veces, de esas repeticiones nace una pregunta que no puedo esquivar: ¿quiero seguir aguantando esto?
Un ejemplo claro es ver cómo vuelvo una y otra vez sobre lo mismo: un trabajo que no llena, una relación que desgasta, un miedo que no se va. Al encontrarlo escrito en varias páginas, ya no parece un pensamiento pasajero, es algo que pide atención.
El diario, en ese sentido, funciona como un espejo que devuelve lo que somos y también lo que evitamos mirar. Y aunque incomode, esa autoconciencia abre la puerta a cambios más sinceros.
Emociones compartidas, vínculos más hondos
La escritura no siempre se queda en lo personal, también puede tender puentes hacia los demás. Al poner en palabras lo que sentimos, aprendemos a reconocer matices que luego identificamos en quienes nos rodean. El cuaderno se convierte en una especie de escuela de empatía, un lugar donde practicamos primero con nosotros lo que después llevamos a nuestras relaciones.
A mí me pasó con personas que me hicieron daño o que simplemente no estaban bien. Al escribir sobre ellas, logré mirarlas con más distancia. Entender un poco mejor qué podía haber detrás de sus gestos, de sus silencios. Eso no borra lo ocurrido, pero sí abre un espacio donde la rabia deja sitio a otra cosa, más cercana a la compasión.
Entender, es poder.
Un ejercicio que me ayuda es escribir cartas que nunca voy a enviar. Cartas a personas con las que aún tengo asuntos pendientes, a quienes ya no están o a quienes nunca podré decirles nada en persona. En esas cartas cabe todo: la queja, la rabia, pero también el agradecimiento. Y al escribirlas siento que algo se suelta. Al mismo tiempo entreno la mirada para reconocer lo humano en el otro.
Algunas veces lo hago como si esa, fuera la ultima oportunidad de comunicarme con esa persona. Te lo recomiendo, pero hazlo a conciencia, como si fuera así realmente, ya veras lo que pasa.
Los estudios también lo han observado. Quienes escriben sobre sus emociones desarrollan más empatía, y vínculos más sanos. Pero más allá de la teoría, lo que importa es la experiencia: comprendernos en el papel nos prepara para comprender también fuera de él.
Un mapa del crecimiento personal
Un diario también puede leerse como un mapa. Cada página es una marca en el camino, y juntas dibujan los procesos que hemos vivido. No solo registran lo que pasó, también muestran cómo lo enfrentamos, qué pensábamos en aquel momento, cómo lo sentíamos. Al volver sobre esas páginas, se ve un recorrido más amplio, casi como si pudiéramos mirar la vida desde arriba.
A mí, tal y como he dicho antes, releer es de lo que mas me aporta. Volver a lo que escribí hace tiempo me da otra mirada. Lo que un día fue un problema enorme, hoy lo entiendo como una etapa, a veces como un aprendizaje. Esa distancia me ayuda a valorar lo que avancé y también a pensar hacia dónde quiero ir. Si antes resolví de una manera y ahora lo haría distinto, significa que algo cambió en mí.
Un ejercicio sencillo es comparar situaciones similares escritas en distintos momentos. Ver cómo afronté un conflicto hace unos meses y cómo lo hago hoy me deja ver cambios que en el día a día no noto. Esa comparación es una prueba concreta de evolución.
El journaling se habla cada vez más como herramienta de desarrollo personal. No porque dé respuestas mágicas, sino porque ofrece perspectiva. Muestra el hilo de lo que somos y nos ayuda a tomar decisiones con más conciencia.
Cierre
Escribir no es un ejercicio de productividad ni una técnica para rendir más. Es un gesto profundamente humano. Cada palabra en un cuaderno es una forma de escucharnos, de entendernos, de abrir un espacio en medio de una vida que rara vez deja huecos. El journaling no es un método que haya que dominar, sino un lugar al que volver siempre que lo necesitemos.
No hace falta esperar el momento perfecto. Tampoco tener un cuaderno especial ni saber “escribir bien”. Basta con detenerse, abrir una página en blanco y dejar que algo aparezca. Puede ser una frase, una lista, una emoción que pesa o un detalle que queremos guardar.
La invitación es simple: abre un cuaderno y empieza. No para hacerlo bonito ni correcto, sino para estar un poco más cerca de ti. Lo demás llegará solo. Palabra a palabra.
